¿Permiten las leyes la aplicación de la justicia a través de los hechizos?

Son escasos los vínculos en la historia de las civilizaciones que han llegado a provocar una enorme curiosidad y numerosas especulaciones como aquella establecida entre el amor y la magia. Esa creencia donde a través de determinadas prácticas misteriosas y además secretas es posible ganar el afecto o los favores de alguna persona se ha encontrado vigente en las distintas culturas alrededor del mundo, hasta llegar a nuestros días. 

Aún es posible conservar dos registros que hacen referencia a este asunto, al menos en Occidente, y estos proceden de un par de episodios narrados en la famosa Odisea: ese momento en el que Circe le ofrece una copa colmada de un extraño brebaje a Odiseo y el bellísimo canto de las sirenas, armoniosa conjunción de ritmo y palabra ―fórmula mágica, a fin de cuentas― a la que ningún hombre podría resistirse.

De acuerdo a los estudiosos del tema, la conjunción de los dos conceptos resulta algo simplemente natural, ya que el pensamiento mágico llega a concebir «un universo lleno de correlaciones, vínculos, simpatías y antipatías, en una red tan tupida de relaciones», mientras que por su parte, el amor ha de convertirse «en el hilo conductor de todas ellas, impregnado todo desde su esencia hasta su apariencia».

Una vez que llegó la Edad Moderna hispánica, esa que va desde el siglo XV hasta el XVIII. Comenzaron a circular con profusión innumerables tipos de remedios y procedimientos que estaban destinados a satisfacer las necesidades eróticas y amorosas tanto de hombres, como de mujeres; en estos se entremezclaban sin alguna consideración las creencias paganas como en hechizos de amor y los elementos de origen cristiano, razón por la que constantemente se mantuvieron oscilantes entre un sentido mágico y religioso.

Más allá de que las autoridades eclesiásticas llegaron a reprobar su empleo debido a que iban en contra de los dogmas y de las leyes de la Iglesia sobre todo del libre albedrío. Aún así, las personas llegaron a depositar su fe en estas prácticas y las ejecutaban cuando sus sentimientos se veían comprometidos. 

Con la conquista y colonización del Nuevo Mundo, estas actividades de carácter mágico vivieron una rápida propagación por el territorio novohispano y no tardaron en alcanzar su adaptación a las condiciones propias del contexto colonial, además de incorporar los numerosos elementos usados en la magia practicada por indígenas y africanos.

Gran parte de las recetas que eran destinadas para resarcir ciertas situaciones desafortunadas dentro  del plano de los afectos presentaba como su principal sustento las palabras, ya que se creía que en éstas radicaba el poder que era necesario para ligar voluntades, generar amor, asegurar el retorno del amado. 

Pero además, para adormecer los sentidos de la pareja y con ello lograr vengar alguna afrenta. De acuerdo a la investigadora mexicana Noemí Quezada, la «eficacia de la palabra es contundente, ya que por medio de la voz se suscita a las fuerzas ocultas. El dotar a la palabra de una fuerza mágica capaz de efectuar un acto sobrenatural para lograr la finalidad requerida, aparece en este caso como la base misma de la magia».

En un gran número de procesos inquisitoriales que fueron levantados por hechicería y supersticiones, los jueces se encargaron de consignar todo tipo de fórmulas empleadas con las que se suponía se provocaba el afecto del ser amado, en un intento de conocer la heterodoxia que combatían. Estas fórmulas pueden ser consideradas una especie particular de conjuros, en este caso amorosos, ya que en ellas se concita a diversas entidades o fuerzas sobrenaturales para que realicen los deseos del conjurante.